domingo, 27 de diciembre de 2015

El puente de los espías, de Steven Spielberg



Título original: Bridge of Spies. Dirección: Steven Spielberg. País: EE.UU. Año: 2015. Duración: 142 min. Género: Drama, Thriller. Guión: Matt Charman y Joel & Ethan Cohen. Diseño de Producción: Adam Stockhausen. Fotografía: Janusz Kaminski. Montaje: Michael Kahn. Música: Thomas Newman. Casting: Ellen Lewis. Estreno en España: 4 diciembre 2015.
Intérpretes: Tom Hanks (James B. Donovan), Mark Rylance (Rudolph Abel), Amy Ryan (Mary Donovan), Scott Shepherd, Sebastian Koch, Billy Magnussen (Doug Forrester), Alan Alda (Thomas Watters, Jr.), Jesse Plemons, Eve Hewson (Carol Donovan), Peter McRobbie, Austin Stowell (Francis Gary Powers), Domenick Lombardozzi y Michael Gaston.

Sinopsis:
James Donovan (Tom Hanks), un abogado de Brooklyn (Nueva York) se ve inesperadamente involucrado en la Guerra Fría entre su país y la URSS cuando la mismísima CIA le encarga una difícil misión: negociar la liberación de un piloto estadounidense (Austin Stowell) capturado por la Unión Soviética.

Fotograma de "El puente de los espías"

Comentarios:
Basada en hechos reales y con la Guerra Fría como telón de fondo, nos llega la nueva película de Spielberg. De momento ha cosechado una nominación a los Globos de Oro, por la increíble interpretación de Mark Rylance, como actor secundario. Desde hace ya varias décadas, qué duda cabe, Steven Spielberg ocupa un lugar destacado en el Olimpo de los grandes de la Historia del Cine. Lo ocupa no solo por sus grandes películas y sus obras maestras, sino también por el papel que viene desempeñando en la industria desde casi los comienzos de su carrera, y la repercusión de la “marca Spielberg” a nivel popular.
Luis Martínez se pregunta ¿A qué huele una obra maestra? Fundamentalmente, y por ahorrar circunloquios, a polvo. Casi todo lo sagrado, lo venerado o lo celebrado con premios nacionales o internacionales desprende un profundo olor a incienso; un tufo a moho que lo delata como lo que habitualmente es: un muerto que sonríe. Por eso llama tanto la atención el aroma que envuelve a 'El puente de los espías'. Su aspecto de película de época con Tom Hanks imitando de James Stewart podría hacer pensar en un cadáver más; en un fiambre destinado a hacer levantar el ánimo y las cejas a los expertos en mirarse los pies. Y no.
Hay un aire de triste, quizá melancólica, y a la vez cómica fatalidad alrededor de la última película de Steven Spielberg que hace de ella uno de sus trabajos más peculiares y brillantes. Ya desde la primera escena queda en evidencia su singularidad, su tamaño. Sin que medie una palabra, el director introduce al espectador en el alma de una Guerra Fría anómala, extraña. Coreografiada como cualquiera de las mejores escenas de acción del director, un grupo de la CIA persigue a un parsimonioso, inalterable y muy triste espía soviético. Pinta cuadros a la orilla del East River.
Desde allí, desde la sombra del puente de Brooklyn probablemente, se traslada a una destartalada habitación donde compone y recompone frente al espejo el más parsimonioso, inalterado y triste autorretrato. Cuando los disciplinados agentes irrumpan en la habitación, le encontrarán en calzoncillos. Los de toda la vida, los de apertura lateral miccionante, digámoslo así. Olvídense de los espías amorales y torturados de John Le Carré, rompan los viejos retratos de James Bond y, ya que estamos, borren de la memoria la astracanada 'kubrickiana' de '¿Teléfono rojo? Volamos hacia Moscú'. El espionaje, hermanos Coen mediante (ellos son los autores del guión basado en una obra de teatro de Matt Charman), es otra cosa.

Fotograma de "El puente de los espías"

"¿Usted nunca se altera?", le pregunta insistentemente el abogado al agente soviético. "¿Acaso serviría para algo?", responde el interpelado. Y en la inocencia del 'ritornello' se esconde tal vez el íntimo y perfecto fatalismo de una película, sin duda, perfecta.
La cinta, para situarnos, narra lo que viene después de la detención descrita. Tom Hanks es el letrado designado para intentar salvar de la pena de muerte a Mark Rylance en el papel del impasible Rudolph Abel. Se trata de repetir el esquema de lo mejor de Frank Capra, pero de otra manera. James Donovan (ése es Hanks) quiere y pelea porque el Estado de Derecho prevalezca. Es decir, un juicio con garantías que no se lleve por delante cosas tales como la presunción de inocencia. Y lo hará en contra de la opinión de todos (su propia mujer incluida) y haciendo frente al desprecio de la mayoría (aquí, su jefe). Todo perfectamente ritualizado.
La novedad consiste en que el héroe camina siempre consciente de su irrelevancia. Se sabe la última y más pequeña pieza de un complejo edificio de estupidez universal que no conoce más lógica que la brutalidad. Y así, hasta que surge la idea de un intercambio de espías (el ruso por un piloto y un estudiante americanos) que consuele a unos, justifique la arrogancia de otros y describa a la perfección el absurdo de todo esto. En ese momento, la película se traslada al Berlín que construye el mayor monumento a la incompetencia que ha visto el hombre (su muro) a la vez que sus cines proyectan 'Uno, dos, tres', de Billy Wilder. El detalle, que se aprecia de pasada en una de las escenas a las puertas de un cine, es relevante.
De la mano de una depurada fotografía de Janusz Kaminski, Spielberg nos introduce en una fábula moral a distancia de las lecciones históricas con las que nos obsequió en el pasado. 'El puente de los espías' carece de la pomposidad de 'Amistad' y se mantiene al margen del frío y calculado intelectualismo de 'Lincoln'. Toda ella disfruta de una aparente ligereza que la hace mucho más aguda y precisa si cabe que sus películas anteriores. Es evidente, por resumir, el toque de los directores de 'El gran Lebowski'.
La clave consiste en evitar los peligros de todos los relatos sobre el tema (la Guerra Fría) ya convertidos en liturgia. No se trata tanto de describir la inutilidad de una política convertida en carrera a ninguna parte bajo la amenaza nuclear; tampoco la idea es dibujar el drama existencial de unos personajes encerrados en el laberinto de sus propias vidas. Todo si se quiere es más pueril, menos melodramático. 
Y es ahí, en la aceptación de su falta total de importancia, donde la película crece hasta transformarse en modelo, en lección, en farsa de la propia farsa. Spielberg menos consciente de ser Spielberg, es mucho mejor, mucho más Spielberg. Más aire. De otro modo, el perfume inconfundible de lo único: el aroma de una obra maestra. Fuera polvo.


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